viernes, 18 de enero de 2013

"Un buen chico", de Javier Gutiérrez.


Es normal que "Un buen chico" genere discrepancias.

Las propuestas radicales y arriesgadas acarrean respuestas extremas, entusiastas o devastadoras.

Los habrá que, desde el principio, conecten con el tono, empaticen, se deslumbren por la solidez y coherencia del conjunto, y admitan el acierto de la fórmula escogida.

Otros, en cambio, si superan un comienzo en su opinión contradictorio, petulante y excesivo, jaspeado con pretenciosas imágenes -monólogos interiores paralelos (página 24)- o expresiones rebuscadas y desafortunadas - filtro de un cigarro (página 18)- se aclimatarán, le encontrarán cierto sentido a la oferta de Javier Gutiérrez, le reconocerán el esfuerzo y el mérito, pero fundamentalmente resolverán que tras esos malabarismos formales hay mucho menos de lo que se aparenta.

Por cada lector que vea en "Un buen chico" valentía, originalidad e innovación, que le encuentre sentido a la fragmentación, a la reiteración y a la miscelánea, estará quien reconozca dichos trucos y los considere caducos, obsoletos, unos burdos intentos de expresar la culpa, la vergüenza, el deseo. E incomprensible usar el infinitivo en algunas proposiciones.

Cierras el libro y titubeas. El uso de la segunda persona, te dices, es una eficaz e ingeniosa manifestación de la cobardía, la negación y de los tiránicos remordimientos. O, dubitativo, te planteas si no es más bien un artificio, una fórmula agotadora, exasperante, una artimaña para embarullar al lector.

"Un buen chico" puede ser declarada la novela testimonial de una generación. O la demostración de la práctica inexistencia de diferencias entre promociones, de la universalidad de las necesidades, las inquietudes y los temores que acucian, los problemas que surgen, las decisiones que se toman y los errores que sistemáticamente se comenten, a una determinada edad.

Unos se identifican, espero que parcialmente, con los personajes y sus circunstancias. Reconocen y valoran los diálogos, mientras los hay a quienes les rechinan, los sienten postizos, o también los que se entretienen enumerando obras anteriores sobre jóvenes privilegiados, drogas, bandas de música, sexo, insatisfacción, delincuencia, Malasaña...

Si para unos, además de una certera apuesta formal, hay una historia redonda, consecuente y singular, para otros Javier Gutiérrez juega fuerte la carta de la apariencia externa, apoyándose en una crispante tribulación y  en una débil trama espiral, alargada, manipulada y retorcida tanto en su concepción como en su desarrollo.

Dicen que la virtud está en el término medio, pero hay ocasiones en las que no son admisibles las posturas tibias.

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