jueves, 31 de enero de 2013

"Absolución", de Luis Landero.


Con "Absolución", el discretísimo Luis Landero confirma que él sigue a lo suyo. A escribir.

Mientras unos anteponen su figura e inabarcable personalidad a su obra, otros languidecen y deambulan, publicando libros menores que no están a la altura de la capacidad otrora demostrada.

También han existido siempre, pero ahora con más herramientas a su disposición, las alianzas de mediocres que, mediante la adulación mutua, medran y alcanzan una notoriedad inmerecida.

Al margen están los comprometidos y concienciados, los persistentes como Luis Landero. Respetuosos con su oficio y responsables de su talento, se limitan a escribir, a publicar y a que sean sus frutos los que hablen. Y den que hablar.

Puede que Luis Landero sea culpable. Sí, de haber desplegado todo su talento en una magna primera obra, y de, con ella, haber deslumbrado a más público del que en realidad podía tolerar sus formas, personalidad, pensamiento, propósito y trayectoria.

Pero al menos no ha asumido la pena. No se ha preocupado por mantener el auditorio al completo y complacido. Ese no era su problema.

Su obligación, como demuestra "Absolución", es ser consecuente con su peculiar estilo, exuberante tras una apariencia de accesibilidad, de campechanería, y cuyo secreto es ser sencillamente impecable. Ser fiel a sus preocupaciones, a sus obsesiones, ya sean las grandes cuestiones existenciales o transcendentales, los problemas y asuntos generales, o las situaciones, peripecias personales, trances concretos y recurrentes. Y mantener latente y constante una leve ironía que conjuga acritud, crudeza, y ternura.

A partir de ahí, el que se quiera quedar que se quede. Sean muchos o pocos, ya saben lo que van a encontrar en "Absolución".

Una historia que permite varias lecturas, e interpretaciones a distintos niveles, universal, social, generacional, ambiental, familiar o individual. Unos personajes memorables. Todos ellos cotidianos, reconocibles, cuidadosamente perfilados. Hasta el perro. Pero dotados de un rasgo paradigmático, peculiar, perturbador. Una cualidad desfigurante que convierte su destino en maldición, una tara que transforma su devenir en tragedia.

Cierto es que cuando se pretende alcanzar determinada altura la mayor parte del combustible se consume en el despegue. Es necesario ir bien pertrechado de temple y transigencia para enfrentarse a la insatisfacción, la impaciencia o el tedio diseccionados al comienzo.

Que el aterrizaje es un momento crítico. En este caso, Luis Landero parece haber tenido ciertos problemas para encontrar una pista en la que le dieran autorización para tomar tierra.

Y que siempre hay perturbaciones durante el vuelo. Pero allí arriba las vistas merecen la pena. Son reveladoras la mayoría, y por momentos, a mitad de viaje, realmente hermosas.

Más información sobre Luis Landero y "Absolución".

viernes, 18 de enero de 2013

"Un buen chico", de Javier Gutiérrez.


Es normal que "Un buen chico" genere discrepancias.

Las propuestas radicales y arriesgadas acarrean respuestas extremas, entusiastas o devastadoras.

Los habrá que, desde el principio, conecten con el tono, empaticen, se deslumbren por la solidez y coherencia del conjunto, y admitan el acierto de la fórmula escogida.

Otros, en cambio, si superan un comienzo en su opinión contradictorio, petulante y excesivo, jaspeado con pretenciosas imágenes -monólogos interiores paralelos (página 24)- o expresiones rebuscadas y desafortunadas - filtro de un cigarro (página 18)- se aclimatarán, le encontrarán cierto sentido a la oferta de Javier Gutiérrez, le reconocerán el esfuerzo y el mérito, pero fundamentalmente resolverán que tras esos malabarismos formales hay mucho menos de lo que se aparenta.

Por cada lector que vea en "Un buen chico" valentía, originalidad e innovación, que le encuentre sentido a la fragmentación, a la reiteración y a la miscelánea, estará quien reconozca dichos trucos y los considere caducos, obsoletos, unos burdos intentos de expresar la culpa, la vergüenza, el deseo. E incomprensible usar el infinitivo en algunas proposiciones.

Cierras el libro y titubeas. El uso de la segunda persona, te dices, es una eficaz e ingeniosa manifestación de la cobardía, la negación y de los tiránicos remordimientos. O, dubitativo, te planteas si no es más bien un artificio, una fórmula agotadora, exasperante, una artimaña para embarullar al lector.

"Un buen chico" puede ser declarada la novela testimonial de una generación. O la demostración de la práctica inexistencia de diferencias entre promociones, de la universalidad de las necesidades, las inquietudes y los temores que acucian, los problemas que surgen, las decisiones que se toman y los errores que sistemáticamente se comenten, a una determinada edad.

Unos se identifican, espero que parcialmente, con los personajes y sus circunstancias. Reconocen y valoran los diálogos, mientras los hay a quienes les rechinan, los sienten postizos, o también los que se entretienen enumerando obras anteriores sobre jóvenes privilegiados, drogas, bandas de música, sexo, insatisfacción, delincuencia, Malasaña...

Si para unos, además de una certera apuesta formal, hay una historia redonda, consecuente y singular, para otros Javier Gutiérrez juega fuerte la carta de la apariencia externa, apoyándose en una crispante tribulación y  en una débil trama espiral, alargada, manipulada y retorcida tanto en su concepción como en su desarrollo.

Dicen que la virtud está en el término medio, pero hay ocasiones en las que no son admisibles las posturas tibias.

Más información sobre Javier Gutiérrez y "Un buen chico".

viernes, 11 de enero de 2013

"La marca del meridiano", de Lorenzo Silva.


Quien hace tiempo que cruzó la marca del meridiano, es el propio Lorenzo Silva.

¿Qué fue de aquél joven críptico que escribía sobre la construcción de lóbregas catedrales?

¿Dónde está, siquiera, el responsable de crear al personaje que, llevado al cine, posibilitó conocer a María Valverde?

Han sido muchas las oportunidades dadas a la pareja Bevilacqua y Chamorro, a sus investigaciones en los archipiélagos, tanto el balear como el canario, en la Alcarria o en los territorios de la antigua Corona de Aragón. Demasiadas.

Recopilando, salvo el episodio anterior a éste, todo lo demás. Incluso aquel volumen formado con cuatro retales, leído en la playa de Salinas, confirmación de una decepción que se venía fraguando, desencadenante de una decisión.

Lo que era una despedida amistosa, una resolución tan frágil que un bienintencionado presente ha bastado para el reencuentro, la irritante lectura de "La marca del meridiano" la ha transformado en una sentencia firme.

Éste último capítulo en ningún aspecto mejora la saga. Si acaso la empeora.

Su protagonista sigue siendo un relamido - quién, en la vida real, sigue utilizando la expresión estoy en ascuas (página 276) - hasta el empalago. Y el peor de los ególatras, el modesto, mas encantado de conocerse, de escucharse y de tener un apellido que le permita corregir a sus interlocutores y aleccionarles con la manida historia de sus orígenes. El paso de los años lo está amargando, por lo que se parece cada vez más al taciturno y detestable Kurt Wallander, del cual lo distancia el beneficio de una ironía intrínseca.

Salvo alguno de los perdedores, el resto del elenco es tediosamente correcto, educado y amable. Los diálogos son artificiales y ridículamente didácticos. A falta de discusiones o disputas, ni siquiera debates, dada la buena crianza de los intervinientes, los intercambios de pareceres son teatrales e impostados. Las escasas muestras de agudeza quedan recluidas a los interrogatorios.

"La marca del meridiano" está muy lejos de ser la absorbente novela policíaca que dice la contraportada.

Una novela policíaca que se precie ha de tener, como sí al menos ocurría en ocasiones anteriores, un argumento mucho más trabajado. Si, en cambio, se sustituye la perspicacia por la persistencia, la sorpresa por la rutina, y la intuición por la tecnología, el resultado es una precisa, escrupulosa, pero nada apasionante, descripción de los trámites burocráticos y de los límites competenciales de los cuerpos policiales.
 
Y para que fuera absorbente, Lorenzo Silva debería haber prescindido de todas esas chorradas. Lugares comunes revueltos con más o menos ingenio y mala baba (página 160). Ese cúmulo de obviedades, reflexiones superficiales, juicios tan ciertos como pusilánimes, proposiciones políticamente impecables, tibias, cordiales, inofensivas, que constituyen su principal preocupación y magro patrimonio.

La única gran verdad de "La marca del meridiano" es que una vez cruzada la línea, es difícil dar marcha atrás.

Que una vez probadas las mieles del éxito, es humano acomodarse, limitarse a redactar aduladoras crónicas costumbristas, corteses y lucrativos retratos de nuestras miserias.

Que una vez perdido el crédito, éste no se recobra jamás.

Más información sobre Lorenzo Silva y "La marca del meridiano".