martes, 8 de mayo de 2012

"Retrato del fascista adolescente", de Antonio-Prometeo Moya


Siempre, unas veces más que otras, es necesario, loable y legítimo cuestionar el modelo de sociedad vigente, objetar sistemáticamente, denunciar los abusos, desenmascarar a los poderosos, presentar alternativas y agitar las conciencias. Algo siempre quedará.

Hace cuarenta años, Antonio-Prometeo Moya era un joven que, harto del silencio impuesto, fantaseaba con escribir con la pistola. Sensato decidió liberar su rabia con un bolígrafo, descargándola sobre el papel, hacia cualquiera y contra todo.

Para lograr hablar con libertad y procacidad de temas vedados, exprimirá el vocabulario, retorcerá la sintaxis, llevará el lenguaje al límite, aprovechando así todos los significados al mismo tiempo que intenta dificultar su comprensión y disuadir a medrosos e indolentes.

Antonio-Prometeo Moya demuestra el dominio de las herramientas con las que trabaja, y el control absoluto de las situaciones extremas que plantea. Excepcionalmente, también da sentido a la aterradora expresión autor con voz propia, esa máxima con la que amigos, editores y familia rebaten la incomprensión, la indiferencia o el menosprecio de crítica y lectores.

Los relatos de "Retrato del fascista adolescente", a los que la Editorial Berenice no ha hecho justicia con esa desacertada y trivial portada, constituyen, tanto en lo formal como en lo temático, una sólida unidad obsesiva y repetitiva.

El mundo que Antonio-Prometeo Moya propone es, tal y como él lo vivió, sintió y sufrió, onírico, sicalíptico y cerrado. Una pesadilla perpetua, oscura, circular, ilógica, arbitraria e injusta. Un espacio asfixiante sin escapatoria ni esperanza. 

En esos escenarios claustrofóbicos los personajes se mueven sujetos a coreografías estrictas, precisas, repetitivas, que varían entre multitudinarias o privadas, pero siempre predecibles. Se canta, se aclama, se vitorea, pero apenas se habla. Fundamentalmente se comunican, o únicamente son comprensibles a través de los gestos y movimientos previstos e impuestos, que son presenciados y objetivamente descritos por un espectador, el narrador. Incluso en los relatados en primera persona, la ausencia de reglas o límites permite la bilocación y la quiebra de la sensatez que, por ejemplo, supone contemplar tu propio cadáver y poder contarlo.

Al mismo tiempo, tanto los tipos como las situaciones, tanto las imágenes como la estética, tanto los símbolos como los mensajes son elementales, perfectamente reconocibles y propios de un momento ya pasado. Todo el texto rezuma un aroma a viejo, a polvo, a humedad, a rancio o, echando mano a tópicos nostálgicos, a naftalina.

"Retrato del fascista adolescente" reclama una lectura escalonada. Superados los dos primeros relatos, los más difíciles, los que de manera más evidente manifiestan la influencia de Joyce que en diferente grado abarca al conjunto y que homenajea el título, es necesario un descanso. A partir de ahí lo que hay es una meseta de variaciones sobre un mismo tema, algunas más certeras, otras más ofuscadas, unas más experimentales, otras más surrealistas, unas más densas, otras más inteligibles. Un arduo trayecto que exige su división en etapas sino se quiere llegar extenuado y hastiado a los dos últimos escollos que prestan su nombre al territorio.

Una lectura pausada, espaciada, tal vez atenúe lo manido, lo trasnochado, o acentúe lo estimulante, lo vigente, lo pertinente. Y, sobre todo, quizás evite saturarse con tanta ideología respetable pero caduca, con tanta ira y tanto dolor llenos de razón y dignidad pero con los que, de tan lejanos en el tiempo, es difícil empatizar.

Nunca se debe permitir que quienes cuestionan el modelo de sociedad vigente, objetan por sistema, desenmascaran a los poderosos, presentan alternativas y agitan las conciencias, tomen las riendas. Nada quedaría en pie.