viernes, 28 de diciembre de 2012

"Adiós, hasta mañana", de William Maxwell.

Qué fácil parece.

Pero qué jodidamente difícil es en realidad.

William Maxwell es uno de los escasos afortunados que tenía el don. Uno de esos privilegiados que dio con la clave.

"Adiós, hasta mañana" es la estimulante, a la vez que frustrante, demostración de lo engañosamente sencillo que es escribir bien. 

William Maxwell encontró en esa necesidad tan norteamericana de saldar deudas, de ajustar cuentas, de aliviar su conciencia, el estimulo para escribir.

Y en los recuerdos, nostálgicos o traumáticos, en las heridas abiertas y en los remordimientos enquistados, los ingredientes de una historia que se apoya en la tesis, proclamada, según la cual la memoria tiene más de recreación, invención y especulación que de certeza, veracidad o custodia.

Esas modestas y particulares pretensiones son los argumentos suficientes para escribir una novela paradigmática, ineludible, sobresaliente. 

Tanto al comienzo, cuando William Maxwell muestra una aparente desorientación o indecisión, una rentable estrategia que le proporciona mayores oportunidades de purga, redención y reflexión sobre la familia, los vínculos, las pérdidas, la amistad, los sentimientos, o también sobre cuestiones más mundanas, como el lenguaje o diversas costumbres y comportamientos.

Como después, cuando decididamente se centra en el pasado y la narración es como las gentes de las que trata, humilde, taciturna, respetuosa, como su vida, sobria, constante, austera, o como sus tierras, seca, áspera, tosca. 

Todo, en "Adiós, hasta mañana", es llaneza, perspicacia e inocencia.

De esta elemental combinación surge un relato lúcido, sensible, sutil, trascendente, impregnado de una tenue poesía natural e instintiva.

Una historia intima, un compromiso privado que crece hasta ser el retrato de un periodo, de una geografía, de una cultura. Y desde ahí se convierte en un testimonio inmenso, universal e intemporal.

Más información sobre William Maxwell y "Adiós, hasta mañana".

lunes, 17 de diciembre de 2012

"El lamento de las sirenas", Michael Koryta

Desde abril está disponible "Una tumba acogedora", la tercera novela de Michael Koryta y, como las demás, con Lincoln Perry, probo detective privado y ex policía, como protagonista.

Puesto que no la he leído no puedo opinar, pero el precipitado avance que se incluía en la anterior, "El lamento de las sirenas", es más interesante que la obra precedente entera.

Esas escasas diez páginas tenían potencial, pese a incluir alguna torpeza inaceptable -Mi compañero Joe Pritchard estaba de baja indefinida, llevaba de baja dos meses (página 344)- que habrán corregido.

Los dos primeros capítulos de "Una tumba acogedora" ofrecidos evidencian las carencias "El lamento de las sirenas". En ellas hay ritmo, unos añorados diálogos ácidos, y unos personajes que, aún siendo los mismos, se presumen más seductores.

Lo mejor y, sobre todo, lo peor que puede decirse de "El lamento de las sirenas" se reduce a una palabra cuyas dos acepciones le son aplicables.

Correcto, ta.
        (Del latín correctus).
        1. Adjetivo. Dicho del lenguaje, del estilo, del dibujo, etc... Libre de errores o defectos, conforme a las reglas.

Rígida, estricta, "El lamento de las sirenas" está encorsetada por las reglas de un género. Sumiso y escrupuloso, Michael Koryta respeta, con desigual fortuna, los tópicos sin permitirse ninguna licencia, y renuncia a la libertad de poder equivocarse. Su obsesión por presentar una historia impecable, inexpugnable, constituye una tiranía en la que toda conversación, tesitura, exposición o digresión ha de rendirle pleitesía y contribuir a su monumentalidad con un exvoto. El conjunto, desposeído de verosimilitud, con cada diálogo, cada aparición, cada referencia sin otro sentido que su aportación a la trama, y los protagonistas condenados a un profesional celibato, queda rendido, hueco, espurio y sin atractivo.

        2. Adjetivo. Dicho de una persona: De conducta irreprochable.

Qué hay más aburrido que las conductas intachables. Quién busca personajes íntegros en una novela negra.

"El lamento de las sirenas" no tiene sabor. Ni es dulce, ni salada, ni ácida. Michael Koryta demuestra tener equilibrio para sortear las situaciones delicadas sin resultar empalagoso, como carecer del ingenio suficiente para dotar a sus personajes de gracia y mordacidad. Tampoco es amarga, puesto que el dramatismo es impostado. Y además le falta picante; la abstinencia es chocante, su explicación innecesaria y delatora.

La conclusión, aunque a ella se ha llegado antes, la ofrece el protagonista en la página 287, en un ejemplo de redacción descuidada:

Me hubiera gustado que aquello me importara. Me hubiera gustado querer preguntar por los detalles, intentar cuadrarlo todo con las piezas del rompecabezas que había estado montando durante toda la semana, hacer que encajara, ordenarlo todo. Pero no podía. Me resultaba imposible encontrar una razón por la que aquello tuviera la más mínima importancia.

Y los brotes verdes, el comienzo de "Una tumba acogedora".

 Más información sobre Michael Koryta"El lamento de las sirenas" y "Una tumba acogedora".

lunes, 10 de diciembre de 2012

"Retrato de un joven adicto a todo", de Bill Clegg.


"Retrato de un joven adicto a todo" no es ni innovadora ni rompedora, como lo fueran en su día los textos de Bukowski, ni amena ni seductora, como "Ciego de nieve", ni tan cruda, consciente o poética como "Candy", la del australiano Luke Davies.

Ni sincera. Ni valiente. Ni responsable.

Como cualquier historia real de caída y superación, "Retrato de un joven adicto a todo" tiene, por supuesto, momentos muy duros. Los detalles de la explícita y desafortunada portada de Lidia Toga ayudan a hacerse una idea.

Pero, fundamentalmente, es un relato distante y rutinario con algunos aciertos, episodios como el del ataque paranoico en el aeropuerto o el de la primera calada, e imágenes interesantes.

La confusa redacción tiene sentido para la descripción de la deriva. Sin embargo las convenientes regresiones, redactadas en una elusiva tercera persona, son igualmente planas y monótonas. Y el supuesto lirismo es obsceno, obvio, superficial y medroso.

"Retrato de un joven adicto a todo" pasaría por de ser una novela corriente, cuya publicación estaría justificada por la condición de conocido agente literario de Bill Clegg, al cual sus amistades en el mundo editorial habrían tenido a bien publicarle este libro para motivarle, y recomendable, por el escaso valor que tiene como testimonio, sino fuera por el ominoso discurso subyacente, por las desalentadoras conclusiones que resultan de la experiencia.

El problema no es que en "Retrato de un joven adicto a todo" la contrición esté ausente, que el agradecimiento escasee, o que éste sea gélido y descortés. Otros relevantes adictos, antes que él, tampoco dieron muestra de arrepentimiento. Ni de gratitud. Ni de voluntad.

Es más, a Bukowski no se le reprocharon el egoísmo de Chinaski, o el orgullo que, por su adicción, destilan los relatos. El ingenio y el cinismo de Robert Sabbag resultan atractivos, aún al reconocer que la fiesta únicamente acabó porque le pillaron. A Luke Davies no se le reprende por la ausencia total de ánimo, valentía, o de mérito, simplemente dejó de pincharse cuando ya no había sitio en su cuerpo dónde poder clavar la aguja.

Amorales, ufanos, ingratos y consecuentes, ninguno fue pródigo en dar razones, eludir culpas, compartir responsabilidades o proponer excusas. Ninguno se justificó, ni apeló al destino, a maldiciones o a condicionamientos genéticos para explicar su conducta. Ninguno disfrazó de poesía su cobardía o su incapacidad para reflexionar.

Bill Clegg será lúcido en cuanto a las causas, mas ciego y necio para profundizar sobre las consecuencias. Tan escueto en los remordimientos como osado en lanzar reproches y ajustar cuentas, sus argumentos pierden toda legitimidad al carecer de compunción.

En  este testimonio lo realmente desgarrador es la brevedad, frialdad y displicencia con las que resuelve las relaciones con las personas que le rodean, su socia, sus empleados, y fundamentalmente con la persona que estuvo con él y compartió los momentos de absoluta degradación sin recriminaciones.

Al menos, reconoce que aún quedan cuestiones por cerrar y sin resolver.  Las únicas palabras de perdón y de asunción de errores son las de sus progenitores. Las suyas están pendientes.

Se ha precipitado. Pero todos los damnificados, entorno, familia, amigos, tanto los que aguantaron hasta el final como los que agotados renunciaron, sabrán disculparle este último venial acto de egoísmo e ingratitud.

 P. D. Quien posea un ejemplar de "Candy", que lo guarde, tiene un tesoro. Quien lo encuentre que lo adquiera, o que me avise. Y quien tenga los derechos (¿Planeta?), por favor, que la publique.

Más información sobre Bill Clegg y "Retrato de un joven adicto a todo".