martes, 30 de octubre de 2012

"La verdad sobre Marie", de Jean-Philippe Toussaint.


Cuando niño me cautivaban los trozos de pirita que mi compañero de pupitre traía a clase. Me maravillaban su pureza, su sencillez, su artificiosa naturalidad. La geometría, la pulida superficie de las caras, los vértices pulcros, los bordes tajantes, convertían esas misteriosas piedras en seductores y evocadores objetos lúdicos polifacéticos.

Esas pequeñas multicúbicas figuras metálicas tan pronto eran unos eficaces talismanes protectores, como poderosas armas letales que una civilización tecnológicamente superior nos había confiado. Unas veces eran las sagradas representaciones de una deidad a cuya clandestina advocación nos habíamos consagrado como sus apóstoles. Otras eran simples mascotas, mudos camaradas, tesoros envidiados, ventajosas herramientas, o los distintivos utilizados por los miembros de una hermandad secreta.

La lectura de "La verdad sobre Marie" me ha traído a la memoria ese recuerdo de la infancia. Como una roca de pirita, esta obra tiene una elemental perfección cautivadora, sugerente, poliédrica. Y, como dicho mineral, es fría. Majestuosa, hierática, orgullosa, sabedora de su belleza, se cree suficientemente dadivosa mostrándose hermosa, y habrá de ser el lector el que, con sus manos, le dé temperatura.  

Jean-Philippe Toussaint secunda modestamente, con "La verdad sobre Marie", la propuesta formal de Jorge Luis Borges. De palabra le rinde expreso homenaje (páginas 73 y 115). De obra reivindica la literatura estética y elegante, el estilo preciso, conciso, severo. Las frases que construye Jean-Philippe Toussaint, y que la juiciosa traducción de Javier Albiñana, a pesar de los aprietos (entenebrecidas, en la página 72, o anfractuosidades, en la 106), respeta, son modélicas por su rigor, economía y concreción.

"La verdad sobre Marie" no es sólo un ejercicio de estilo, también es reflexión práctica sobre las pretensiones, los cotos, las metas, las cortapisas de la tarea del escritor.

... existía sin duda alguna una realidad objetiva de los hechos (...), pero (...) esa realidad me sería siempre ajena, podría tan sólo girar en torno a ella, abordarla bajo diferentes ángulos, rodearla y volver al asalto, pero me toparía siempre con ella, como si (...) fuese para mí por esencia inalcanzable, imposible de imaginar e irreductible al lenguaje. Por más que reconstruyera aquella noche desdoblándola en imágenes mentales que tuvieran la precisión del sueño, por más que la sepultara con palabras que poseyesen un diabólico poder de evocación, sabía que nunca captaría lo que había sido durante unos instantes la vida misma, (...) tal vez podría captar una verdad nueva que se inspiraría en lo que había sido la vida y la trascendería sin pruritos de verosimilitud o de veracidad, y tan sólo aspiraría a la quintaesencia de la realidad, a su sustancia sensible, una veracidad próxima a la invención o gemela a la mentira, la verdad ideal. (página 113) 

Si Borges despreciaba la realidad objetiva, y la consideraba un mero un punto de apoyo a partir del cual crear un universo privado, con su propia geografía, historia, mitología, física, zoología o astrología, Jean-Philippe Toussaint tiene un planteamiento más humilde y cauto. Reconoce la imposibilidad del artista de abarcar la realidad, lo erróneo de intentar imitarla. Traza un cerco a su alrededor, la observa, la analiza, busca inspiración en ella y nos brinda una aromática sustancia aséptica, resultado de una cuidadosa destilación.

Borges era un intelectual, no un sentimental. Jean-Philippe Toussaint sí habla de pasiones y sentimientos, pero desde la distancia que él mismo ha establecido, y lo que ofrece, esa verdad ideal de la que habla, consiste en una gentil descripción externa de gestos, palabras y situaciones. Incluso los pensamientos reseñados, son timoratos, circundantes, y no abordan directamente deseos o afectos.

Esta es una opción legítima, sensata, y "La verdad sobre Marie" un refinado cascarón, al estilo (¿y a la altura?) de los relatos de Borges. Y como los de éste, que no era un sentimental sino un intelectual, es una obra de una extrema belleza, fría, distante, antinatural. 

Más información sobre Jean-Philippe Toussaint y "La verdad sobre Marie".

miércoles, 17 de octubre de 2012

"Nosotros los animales", de Justin Torres


En la solapa se puede leer que Justin Torres es una joven promesa de la literatura americana, lo cual es muy posible; que algunos de sus relatos han aparecido en The New Yorker, Granta, Tin House y otras publicaciones, lo cual es irrebatible; y que "Nosotros los animales" supone su debut como novelista, lo cual es controvertido.

Aunque exista una relación de personajes común, un orden cronológico y una unidad argumental, aunque tengan una única voz característica, cada uno de los capítulos de "Nosotros los animales" es un relato en sí mismo, con la estructura, los mecanismos, los recursos y el lenguaje propios del género.

Cuentos cuidados, elegantes, contenidos, algunos ("Otras langostas", "Camioneta pichabrava") notables, que perfectamente podrían reclamar la independencia y llevar una existencia autónoma. O que, tal vez, en algún caso nacieron como una realidad individual, y han sido obligados por el autor a renunciar a su soberanía para terminar conformando esta armoniosa y racional confederación de relatos que es "Nosotros los animales".

Sea como sea, Justin Torres, en esta primera aventura como novelista, ha sido prudente. Ante el reto de afrontar la larga distancia, y temiendo acabar desfondado, se decidió por la comodidad de recorrerla en sucesivas etapas. Ha optado por no alejarse demasiado de territorios conocidos, por abordar temas asequibles, ya pateados, eso sí, por muchos otros antes, utilizando herramientas y métodos que domina, técnicas con las que se siente sólido y convincente.

El resultado, "Nosotros los animales" no es una novela ortodoxa, es un artificio, una astucia que funciona por su modestia. No se marca grandes metas, es una presentación. No ambiciona ser un hito, ni cambiar el curso de la historia de la literatura, únicamente lo que pretende Justin Torres es demostrarse a sí mismo, y a los demás, que sabe escribir.

Con pasos cortos pero seguros, firmes y maduros ("El tiempo de nunca jamás""Herencia"),  respetuosos, demasiado, con la tradición cuentista americana y conformes, demasiado, con la normativa que enseñan en sus talleres literarios, se muestra perspicaz, sensible, intenso, sugerente y, sobre todo, atractivo, al impregnar toda la narración con una sombra de rabia ciertamente perturbadora. Una pátina que enturbia y dota de originalidad a lo que amenaza con ser una semblanza familiar más, una rutinaria crónica de la iniciación, del desarraigo, de la pérdida de la inocencia, del maltrato, o del descubrimiento de la sexualidad. 

Todas esas pistas, todas esas anomalías, intentan, con mayor o menor éxito, preparar al lector para un desenlace que amalgama y da sentido al conjunto. Un cierre que supone el único riesgo, una pirueta para la cual ha cogido carrerilla desde el principio, pero velocidad sólo a partir del último cuarto, y de la cual sale más o menos trastabillado. Es un cierre digno, impactante, estremecedor, emocionante, consecuente al mismo tiempo que chocante. Un final que desentona, cuyo engarce con lo anterior, en cierta medida, chirría.

Justin Torres todavía no tiene el tacto lo suficientemente fino para controlar la espita de las emociones. No tiene bien ajustado el dispensador de tensión, ni lo tiene correctamente calibrado para las dimensiones y necesidades del género novelístico. Por eso lo que a lo largo de la historia desasosiega, al final se desborda.

Se dice que, en las primeras obras, la querencia natural es la de escribir en primera persona y la de hablar de uno mismo. "Nosotros los animales" está escrito en primera persona. No sé lo que tendrá de autobiográfico, algo seguro. Lo lamento por él. Sí sé que le vienen que ni pintadas sus propias palabras, cuando dice que poseía una aguda capacidad de observación, y cierta inteligencia, si bien resentida.

Una a una, sus partes son hasta magníficas. En conjunto, "Nosotros los animales" es esperanzador. Es sólo un comienzo, no la cúspide.


Más información sobre Justin Torres y "Nosotros los animales".

miércoles, 10 de octubre de 2012

"La edad de la duda", de Andrea Camilleri


Estaba convencidísimo de haber leído alguna de las historias del comisario Montalbano. A Andrea Camilleri seguro, que de eso se encarga mi señora, que no sé que zuna tiene con él.

He repasado la relación de sus obras, intentando recordar entre los títulos, y sólo tengo claro que he leído al menos dos:

"La concesión del teléfono", una simpática, sencilla y nada novedosa crónica folclórica de la Sicilia, la misma Sicilia, siempre Sicilia, esta vez de finales del siglo XIX, representada en Vigàta, la misma Vigàta, siempre Vigàta.

Y esa evocadora, alegórica, sugerente, leyenda mediterránea que es "El beso de la sirena". Ninguna de las dos con il dottor Montalbano como protagonista, ninguna publicada por Ediciones Salamandra, sino por Ediciones Destino, con quien se reparte el pastel Camilleri en castellano.

Si bien "El beso de la sirena" va aparte, es diferente, un cuento mitológico, una aventura, un reto, una deuda, Andrea Camilleri parece que, invariablemente, pretende ser grato y bienintencionado, generar un fondo de optimismo, con un estilo ameno, escueto, que garantiza una lectura fluida y una sonrisa en los labios.

Este Andrea Camilleri de "La edad de la duda" casa con el recuerdo que tengo de "La concesión del teléfono", en cuanto al dibujo benévolo, irónico pero cariñoso de unos personajes arquetípicos e identificables, los tipos italianos que uno busca y encuentra en la literatura desde Guareschi, o en el cine desde el Fellini de "Dolce vita" o "Amarcord". Los hombres son torpes unos, otros despistados, apasionados, un tanto violentos, como contrapunto está el sensato, la mayoría rijosos, todos galantes e infantiles. Las mujeres son pacientes, maternales, sabias, y nunca falta la rotunda, incluso voraz, para saciar las fantasías.

Lo que no cuadra con mi memoria es un protagonista tan descreído, subversivo, saboteador, zampón y voluptuoso. Serán los años, que no pasan en balde ni para un enemigo de las frases hechas. Son esos años precisamente, esa edad de la duda a la que se refiere el título, los que explican y dignifican su papel en la forzada anécdota amorosa en la que, con torpeza, lo involucra el autor.

Aunque no me ha sorprendido la trama sencilla pero eficaz, entretenida, resuelta con credibilidad y premura, tampoco tenía formada la opinión de que los libros detectivescos de Andrea Camilleri no eran más que un modesto remedio para aquéllos a los que les guste Lorenzo Silva y se hayan leído completa la saga de Bevilacqua y Chamorro. Ambos, Camilleri y Silva, ofrecen historias reales, con escenarios y personajes reconocibles, pero las del segundo están más trabajadas en cuanto al argumento, tienen más enjundia y mejor ligados los ingredientes.

Y es que lo más chocante es lo livianas que son las intenciones de Andrea Camilleri. Agradar con un retrato costumbrista y sensiblero, poco más. La superficialidad general de "La edad de la duda" se evidencia en cualquiera de las ocasiones en las que el autor intenta ahondar o transcender. Sea cual sea la oportunidad, romántica o social, fracasa y únicamente es capaz de ofrecer unas reflexiones vanas, ridículamente correctas y superfluas.

Al final va a resultar que, en realidad, hasta ahora no había leído nada del comisario Montalbano. Debo de haberlo confundido con otro comisario, tal vez con el veneciano Brunetti. Perdón, a los cuatro. A Montalbano, a Brunetti, a Andrea Camilleri y a Donna Leon.

Con el que, sin duda, no es posible este equívoco es con Aurelio Zen.

Más información sobre Andrea Camilleri y "La edad de la duda".

miércoles, 3 de octubre de 2012

"Pasajero K", de Adolfo García Ortega.


Se dice que honra merece quien a lo suyo se parece. Pues "Pasajero K" es un noble fruto de este momento tan complicado. Ese mérito tiene al menos. 

Lo que ya no tengo tan claro es si será la novela más recomendable para leer en estos tiempos. Eso depende del estado de ánimo de cada uno. Se requiere estar exultante.

Y es que Adolfo García Ortega ofrece una, por real más desalentadora, representación de Europa donde los ciudadanos son hijos no buscados ni deseados, molestias resultantes de uniones accidentales, frágiles e inmaduras.

Así, abandonados por sus progenitores, sin referentes, dirigentes, ni modelos, escépticos, traicionados, erráticos, tal vez tengan claro a donde quieren ir, y lo que no desean para sí, pero fuerzas mayores los obstaculizan, los extravían, o los dirigen en sentido contrario.

Además, esta Europa, permisiva, endeble y desorientada, mira hacia otro lado, esconde o consiente la existencia, no debajo, ni detrás de ella, sino plenamente integrada, de la denominada, para distanciarse y minimizarla, "otra" Europa, amoral, atroz y cruel.

Un panorama muy alentador y estimulante.

Todo ese pesimismo, ese desánimo, a Adolfo García Ortega lo supera y lo domina. Su incredulidad se transforma en apatía. Escribir se convierte en una tarea rutinaria. Y no se le puede exigir al lector entusiasmo si éste no percibe pasión en el autor.

"Pasajero K"  es una sucesión monocromática de escenas, una oscura exposición de ideas, que no ofrece luz alguna que anuncie el final del lóbrego, claustrofóbico, monótono túnel que describe. No hay, por tanto, motivos para la esperanza (tampoco razones que justifiquen los cambios de voz, ni reglas que sustenten algunas puntuaciones, objetables).

El camino es transitado sin convicción, primero por el escritor y después por el lector. Cualquiera de los frentes abiertos planteados están llenos de tópicos, conversaciones artificiales y situaciones increíbles que generan, por lo menos, indiferencia.

La trama central, plana y carente de tensión, languidece desaprovechada. La maternidad de la protagonista femenina es un intermitente y melodramático recurso de contraste, ineficaz herramienta para incitar la reflexión. El pobre y manido dilema edípico-existencial de quien da título al libro, tiene cierto valor como símbolo pero está resuelto sin verosimilitud, imaginación u originalidad. Únicamente la posibilidad de un romance, latente hasta el final, una puerta con la llave en la cerradura que nadie osa abrir, da lugar al momento más lúcido del pasajero K.

Consultando sus datos biográficos descubro que ya he leído a Adolfo García Ortega. De vez en cuando se planta mi suegra en casa con libros que le han dado en el trabajo. Lo normal es que ni mire para ellos, pero da la casualidad que el único que he leído es "Lobo". De esto puede que haga ocho años, y el escaso recuerdo que tengo es algo más favorable.

En cualquier caso, a Adolfo García Ortega le es perfectamente aplicable lo que un crítico un día sentenció sobre las películas de su personaje: "Se niegan a dar más de lo que parecen estar dando" (página 96, en la edición de Círculo de Lectores). Son tan acertadas estás palabras, que no me cabe duda de que él mismo las leyó en la reseña de alguno de sus libros, las aceptó con deportividad, y las ha aprovechado en un irónico detalle.

Más información sobre "Pasajero K" y Adolfo García Ortega.