miércoles, 23 de noviembre de 2011

"El cocinero", de Martin Suter


De Martin Suter leí hace un par de años "El diablo de Milán". No me dijo nada. Mucho misterio impostado esclarecido de una forma mediocre. Otra vez se la habían colado a Anagrama. O ésta nos la había vuelto a colar a nosotros, ofreciendo de nuevo algo que no casaba con su línea editorial, con la seriedad y el alto nivel medio de su catálogo.

Me recordaba el caso de Phillip Kerr, que después de la fantástica "Una investigación filosófica" perpetró aquella broma de mal gusto titulada "El infierno digital". Entonces Anagrama tragó, engañó y luego, tácitamente, reconoció su error abandonándolo en su travesía por el desierto creativo. Mi lealtad fue un par de novelas más allá, hasta "Esaú", aquella sobre... el Yeti. No pude más. Después, esperé pacientemente su vuelta a lo que sabía hacer, el reencuentro con los orígenes, las andanzas de Bernie Gunther.

Martin Suter no era merecedor de ningún crédito. Cuando se me puso delante "Lila, Lila" a buen precio, leí la sinopsis, vi que esa historia me sonaba y pasé de largo. Ha tenido que caerme en las manos "El cocinero" para que le de una segunda oportunidad. No habrá una tercera.

Anagrama, por boca de Alexandre Fillon, uno de esos personajes mitológicos creados por las editoriales para estas ocasiones, situados en lejanos y evocadores parajes como Livres Hebdo, dotados de dudosos poderes y cuya existencia, por su propia naturaleza fabulosa, es de imposible demostración, osó presentarlo como el sucesor de Ruth Rendell o Patricia Highsmith.

De la primera cualquiera puede ser su sucesor. Martin Suter lo es, y muy digno, manteniendo la tradición de insultar la inteligencia del lector perlando el texto con innecesarias pistas supuestamente imprescindibles para desentrañar una trama predecible. Respecto a Patricia Highsmith, tal vez se refieran a la posibilidad de que se conocieran durante los últimos años que ésta pasó en Suiza, se tomaran aprecio y, por eso, ella lo mencionara en su testamento. Si así fuera, seguro que ese legado no incluía el talento para crear memorables personajes, complejos y con calado psicológico pero reales, ni el secreto para construir y desarrollar historias originales, en la que éstos son probados.

Lumen es más sincera. "Una novela sobre amor, sexo, inmigración y gastronomía". Así es presentada "El cocinero" en la página de la editorial y por el fajín publicitario verde vistoso que abraza a cada ejemplar. Y de esta forma la destripa, contándolo todo, desvelando sus más insondables secretos. Tan superficial e insustancial como el comentario es el libro.

La relación amorosa planteada en un principio no es tal. Amor y sexo son confundidos, lo que hay no es más que deseo. De este vínculo unidireccional, artificial y disparatadamente sostenido, surgirán sin ningún tipo de explicación, alterando sus objetivos y naturaleza, dos simples y convencionales uniones ahora sí felizmente correspondidas, tan originales y grotescas como las que salen de la cabeza de Federico Moccia.

Al menos el aspecto gastronómico sí es respetado y está trabajado. También tomado prestado. Es el punto colorista y exótico necesario, el añadido con el que, de algún modo, lastrar una historia liviana que puede ser arrastrada por los vientos del tedio o el hastío en cualquier momento.

Queda la inmigración. No veía un maniqueísmo tan ridículo e pueril desde las dos primeras entregas de Harry Potter, las únicas con las que perdí el tiempo. Si superficial es el entorno que envuelve al presunto mensaje que se propone, banal, hueco y convencional es el planteamiento de una Europa frívola e irrespetuosa con otras culturas, una Europa que disfraza de desprecio su incomprensión e ignorancia de tradiciones, problemas y conflictos ajenos, que básicamente son considerados extravagancias corruptibles y explotables, oportunidades de negocio.

La inocencia del grupo que finalmente se junta para urdir la exigua venganza, y me importa un bledo si estropeo alguna sorpresa, cosa que dudo porque aquí todo es previsible, evoca a mis lecturas de "Los tres investigadores", "Los Cinco" o "Los Hollyster". Y esta sensación de estar leyendo, en realidad, una novela juvenil se refuerza con el uso repetido de ese extraño e infantil recurso de iniciar los capítulos adelantando lo que va a ocurrir, colocándose el narrador como un ser con poderes premonitorios y a los personajes como inermes víctimas de la predestinación.

Muy calvinista, muy suizo.

Si aún te quedan ganas de saber más sobre "El cocinero" y Martin Suter