jueves, 23 de junio de 2011

"Gilead", de Marilynne Robinson

A mitad de lectura uno se pregunta porqué se titula "Gilead", si, por mucho que diga la contraportada, la cual se limita a copiar palabra por palabra toda la información relativa al pueblo (página 191), esto no trata sobre la convivencia en un pueblo ni de sus gentes. Una nota de los traductores explica que el nombre deriva del hebreo "Galaad", que significa "montón de la alianza", un montón de piedras conmemorativas. Tal vez el título sea un acierto, porque a esas alturas el libro es un gran peñazo, una gran piedra religiosa, con virtudes pero tremendamente aburrida. Y esa sería la sensación final si no fuera por las últimas setenta páginas.

Que nadie se acerque a este libro esperando algo parecido a "Matar a un ruiseñor" o "El arpa de hierba". Nada de eso, Marilynne Robinson muestra un Medio Oeste mucho más mísero e inhóspito, pero sin alcanzar el tremendismo, la crudeza y la ironía de Erskine Caldwell. En "Gilead" la religión lo inspira, justifica y explica todo, tanto las sequías como las lluvias, tanto la pobreza como la fortuna, tanto las relaciones personales como la solidaridad imprescindible para sobrevivir, tanto las enfermedades y desgracias como los escasos momentos de paz, alegría o hasta felicidad. Lo más parecido sería "Una plegaria por los moribundos" de Stewart O´Nan, publicada también por Galaxia Gutenberg, siendo ésta mucho mejor.

"Gilead" es una larga, larguísima epístola de despedida, en la que la religión, como en el mundo del que habla, lo impregna todo, en algunos momentos lo inunda. Se puede dividir en tres partes. La primera es  circular y repetitiva. El narrador se circunscribe a cuatro o cinco momentos de su vida, de la de su padre y abuelo, que abarcan más o menos un siglo, desde mediados del XIX con la Guerra de Secesión y la incorporación de Kansas a la Unión como estado abolicionista hasta la reelección de Eisenhower, y va saltando de uno a otro aleatoriamente aportando cada vez un poco de información, insuficiente para que se considere un testimonio de la vida rural de ese territorio durante esa época ni tampoco una saga familiar.

El narrador es un pastor protestante en Iowa, como anteriormente lo fueron su abuelo y su padre, y alterna los recuerdos con reflexiones religiosas, teológicas, éticas y trascendentales. Lo ideal. Cuando éste decide centrarse en el presente narrativo y se esboza un cierto misterio también se desborda el discurso religioso, lo cual es muy respetable, incluso hay reflexiones éticas y trascendentes muy interesantes, como lo son algunas de las imágenes poéticas, pero es obligado advertir que hay un momento en que la novela pasa a ser un libro de sermones.

La travesía por el desierto ha sido tan dura que llegas hastiado y con la boca demasiado seca para poder saborear las setenta últimas páginas, en las que sí hay un equilibrio entre reflexión y una narración fluida y que consiguen que te reconcilies con la autora.

El libro está bien escrito, tiene buenos detalles, personajes potentes prácticamente todos y perfectamente definidos, y los defectos señalados no son errores de mal escritor, son diferencias de criterio, fruto del uso de una técnica narrativa respetable y posiblemente acertada, pero que agota, y de un contenido del que no somos avisados y que a mí, personalmente, no me interesa y menos en tal cantidad.