lunes, 23 de mayo de 2011

"Vicio propio", de Thomas Pynchon.

Hay dos escritores americanos muy considerados por la crítica, con ese atractivo aire de autor de culto y para minorías, por los que sentía curiosidad. Sus libros son difíciles de encontrar en el mercado de segunda mano, y los que aparecen lo hacen a precios altos. Eso servía de excusa, porque la curiosidad estaba mezclada con el temor. Temor a no entenderlos y sentirte estúpido, o a que  sencillamente no te gusten o te aburran y, por ello, sentirte poco profundo.

T. Coraghessan Boyle y Thomas Pynchon.

El mes que viene prometo enfrentarme con el primero. Ahora es el momento del segundo.

Thomas Pynchon, al estilo de J. D. Salinger, es un escritor misterioso, del que se tiene muy poca información personal, que, por la razón que sea, protege su vida privada de los medios de comunicación, y cuya literatura, muy celebrada, es calificada de densa, compleja, dispersa... Atractiva y disuasoria. Obras como "Mason y Dixon", "Arco Iris de gravedad" o la penúltima "Contraluz", todas con más de mil páginas, eran montañas demasiado altas para escalarlas sin un entrenamiento previo. Este año Tusquets Editores ha publicado "Vicio propio", una novela de género negro, más accesible para un lector medio y con un tamaño que no asusta.

La primera regla entre drogatas es no meterle un alucinógeno a alguien si avisarle. Palabras del protagonista. Quien lea "Vicio propio" sabe que, más o menos en esencia, va a leer a Thomas Pynchon con todo lo que ello supone. Y lo que él ofrece es un viaje nostálgico a una época inocente y lúdica, que parece regida por unas sutilmente diferentes leyes físicas, psíquicas, por supuesto las químicas, e incluso las que gobiernan el continuo espacio-tiempo.

También las normas lingüísticas son distintas, lo suficientemente similares a las nuestras para sean comprensibles, pero cuyo resultado son unos diálogos brillantes, reales, inteligentes, eficaces y con un gran sentido sentido del humor que provoca alguna carcajada. Y eso a pesar de que, con la traducción, pierdan eficacia los juegos de palabras o de la diferencia cultural, y la consiguiente pérdida de información proporcionada por las continuas referencias musicales, reales o apócrifas, a personajes, acontecimientos o a modelos de vehículos.

En este mundo post-Charles Manson y sus chicas únicamente hay un detective al que acuden tanto ex amantes como desconocidos, tanto la policía como los federales o amantes fiscales en busca de ayuda o información. Un detective que no se sabe cómo sobrevive porque nadie le paga y a nadie cobra, lo cual no tiene importancia porque todo, menos la droga, se adquiere en mercadillos callejeros de saldos y liquidaciones.

Con la excusa de la búsqueda de no me preguntes cuántas personas se inicia lo que es fundamentalmente una experiencia literaria que, como cualquier viaje alucinógeno, puede ser un buen o mal viaje, depende de quien lo haga. Dos libros y una película me han venido a la memoria mientras leía este libro. La película es "Harper, investigador privado", por su millonario desaparecido, por Pamela Tiffin en bikini bailando en el trampolín y por su sacerdote de una religión de nueva creación con un templo en forma de cúpula construido arriba en las colinas con el dinero de millonarios incautos. Los libros son "El martillo azul", de Ross MacDonald, por su estructura clásica de novela negra con investigador privado y cuyo detective Lew Archer es el origen de Harper, y "El manuscrito encontrado en Zaragoza", de Jan Potocki, no sé muy bien porqué.

 Entre la niebla contaminante de la ciudad y los humos de canutos y cigarrillos mentolados, van apareciendo una serie de personajes peculiares y estrambóticos, todos tratados con cariño y simpatía. Pero, junto con la marihuana, una religión o cultura con sus ceremonias, rituales, normas y secuelas, los verdaderos protagonistas que envuelven e impregnan este universo de playas y paseos marítimos, surf y música, sexo y drogas, minifaldas y parkas militares, corrupción policial y abuso federal, coches y harleys, bares y apartamentos con vistas a los amaneceres sobre las colinas o a los ocasos sobre el mar, son la paranoia y las sospechas de conspiración que supuran tanto ciudadanos como fuerzas de orden. Son los vicios propios de aquella sociedad.

Y cuando cunde el desasosiego porque este viaje circular y repetitivo parece no llevar a ningún sitio, de alguna forma, de acuerdo con alguna onírica lógica, las cosas van encajando en su sitio y todos los frentes abiertos se cierran.

Son certeros los que hablan y escriben sobre Thomas Pynchon. No es fácil, pero es muy bueno. Es una obra exigente, que reclama tesón al lector, pero no hay que tenerle miedo, merece la pena el esfuerzo. Se ha de probarlo todo y, como su lectura ha sido un disfrute y un placer, después de este viaje estoy dispuesto a degustar y saborear cosas más duras de este autor.
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